segunda-feira, 7 de março de 2011

HOMENAGEM: EL CANTO DEL HÉROE- CARMEN KARIN ALDREY (CUBA)*



Foto: Bandeira de Cuba



Foto: A pintora e escritora cubana Carmen Karin Aldrey (Cuba)





Foto: Tela de CARMEN KARIN ALDREY (Cuba)


EL CANTO DEL HÉROI



CARMEN KARIN ALDREY (CUBA)



Como yo nací oyendo teques y arengas en vez de cantos de cuna, no se me hizo imposible comprender la dimensión de los cambios de aquella ciudad, con sus estatuas y paladines de bronce derrocados. Por donde quiera que miraba yacían obstruyendo el paso de los transeúntes, tan parecidos a los dioses reciclados, y se podían observar a los niños saltando encima de los simbolismos, de los caballos de enormes y estáticas colas, de las espadas con aspecto de rayos inmisericordes que se clavaban contra el suelo como esgrimiendo su agonía.

Para decir la verdad, esto no lo había visto en ninguna parte. En mi país de origen a los héroes se les mantenía invictos, embetunados y airosos, con sus dorados relieves más brillosos que el sol y con sus inscripciones grandilocuentes retando las transformaciones del lenguaje. A estos héroes, pensaba yo mientras caminaba a través de las plazoletas, los hicieron añicos los mismos que los erigieron. Ya no servían para amonestar, ni para encumbrar ejemplos, ni para esconder las oscuras mañas del poder. Ahora eran chatarra, pedazos de cobre chamuscados sin historia, patéticos espectros de un pasado que se quería olvidar a toda costa sin tener en cuenta que las acciones permanecerían allí, por los siglos de los siglos, en el corazón de varias generaciones carcomidas por la incertidumbre.

Y yo me preguntaba, mirando a una de las narices enterrada contra el lodo, si en alguna parte de esa ciudad de aspecto surrealista existirían fantasmas asustando con sus lamentos el sueño de los ciudadanos, caminando con los brazos estirados en la oscuridad de los palacios y a través de los patios de piedra milenaria, testigos callados de sangres derramadas inútilmente, o en el mejor de los casos, útiles en esa creación de ídolos en la que los ilusionistas eran expertos forjadores.

Era primavera, pero yo estaba aterido. Tres grados sobre cero eran muy pocos grados para un cuerpo acostumbrado a la suavidad de los abriles tropicales. La escarcha comenzaba a fundirse con la tierra jaspeada de hierba nueva y a dejar por aquí y por allá charquitos café con leche, justo donde las perras orinaban el estro de su fertilidad. Un paisaje normal, un día como cualquier otro en todas las ciudades del mundo. Sin embargo, yo me sentía distinto. No era estar en Madrid, donde después de un día de emociones multiplicadas por la manzanilla, me parecía lógica y subyugante. Y no era París, con su torre de hierro cerca de las nubes que le daba esa sensación de realidad subliminal. Y no era ni siquiera una de las tantas ciudades europeas por las que había pasado en mi peregrinaje de buscador de historias, era una ciudad salida de las ruinas, una ciudad de escombros en resurgimiento, de contradicciones heredadas, hermosa y populosa, fea y solitaria, sin héroes, impersonal e íntima, la increíble urbe de olvidadas sinfonías y de patentes empolvadas en los misteriosos archivos de una alcaldía sin alcaldes, una ciudad que la historia había hecho contradictoria después de cruentas batallas inútiles.
¿Qué hacía esta mole que soy yo en aquél lugar, vacío de alegrías, ultrajado por estatuas derribadas, sobrevolado por periódicos que nadie quiso leer, rodeado por parcelas que nadie quiso cultivar, triste por no saber qué hacer con una libertad otorgada a destiempo? ¿Estaría yo errado y ese sentimiento de abandono no sería más que un espejismo producto de mis falsas expectaciones? Había ido impulsado por mis esperanzas de hombre que no tiene los derechos elementales en su propio país, pero mi desolación aumentaba gradualmente, llenándome de pesimismo gotica a gotica, como si estuviera encerrado en una cueva húmeda y resbaladiza.

Aunque no lo crean, pasé horas caminando sin saber a dónde ir, confundido entre la muchedumbre agitada y sacando de vez en cuando mi petaca de ginebra para entrar en calor o aliviar mi desconcierto, todavía no lo sé con exactitud. La cosa es que cuando llegué al hotel donde estaba hospedado, las paredes me empezaron a dar vueltas y tuve que subir por aquellas escaleras de caracol sujetado a las barandas, dando traspiés y chiflando rancheras para disimular, porque definitivamente me había emborrachado con la jarana, de licor, de frustración, de sueños pueriles que tocaban a su fin, de la hermosura de catedrales atestadas de almas reconciliadas con el amor, de caras coloradas por el frío producto de largas colas a la intemperie sólo por la esperanza de alcanzar tentaciones occidentales con papitas. Y cuando entré a mi habitación, callada y con las viejas cortinas olorosas a biblioteca, me fui directo a la cama, con sus almohadas gordiflonas y sus mantas de antárticos espesores. Y me sumí en el más profundo de los sueños, olvidando las muecas grotescas de los héroes caídos, dejando atrás las imágenes de cientos de libélulas amordazadas por el granizo y sintiendo con gratitud el calorcito que me iba desprendiendo de la realidad.

Cuando me desperté al día siguiente ya era mediodía. Sentía pereza y todavía la cabeza me daba vueltas como un trompo. Sin pensarlo mucho me levanté y me fui directo al maletín de viaje para buscar una aspirina. El agua de la pila estaba helada, así que me tomé la pastilla y me lavé la cara con rapidez. Hoy no me baño, pensé. La verdad es que todavía no olía. Mi cuerpo tenía la fragancia a desodorante de la noche anterior. Debe ser por el clima, me dije contento de volar el turno. Entonces me dirigí a la ventana. Al correr las cortinas que pesaban más que un telón de escenario, el increíble panorama de la Plaza apareció majestuoso. Se veían niños corriendo, señoras con bolsas de tela por donde asomaban las puntas tentadoras de hogazas recién horneadas, hombres caminando con rapidez apretando bajo el brazo el periódico, jóvenes bulliciosos entonando canciones en otros idiomas, viejitas cubiertas con pañuelos apretujando entre sus manos rosarios y misales, en fin, todo lo cotidiano del vivir apareciendo como una fotografía en movimiento, con los colores grises de una primavera nublada y ajena.

Y ahí fue cuando los recuerdos me empezaron a invadir, llegando como navajas voraces a mi sangre, interrumpiendo la paz de la resaca y haciéndome sentir tan solo como la una, triste como un buitre sin vacas muertas, aplastado como un jugador que lo ha perdido todo. Por eso empecé a cantar, sí señor, a cantar sollozando los boleros de mi barrio, a sollozar cantando las notas de aquellos sones de mis padres ya fallecidos, a moquear por las estatuas de mis enemigos sin remordimiento, a cantarle juglares a los héroes sin flores de mi tierra y a los que detrás de los cristales de la ventana del hotel no podían escuchar.

El día en que me fui de aquella ciudad estaba más muerto que antes, pero al menos había comprendido que nuestra analogía con su tragedia era un hecho surgido milenios atrás, cuando en los albores de la humanidad nacieron los primeros héroes.


Carmen Karin Aldrey, de su libro "Exilios Ajenos" (c)

(In:http://karin-aldrey-soligregario.blogspot.com/ )





*CARMEN KARIN ALDREY: nasceu em Cuba. Morou nos EUA e na Espanha, onde já expôs em vários locais. Quando se trata de arte, Karin não é apenas uma artista talentosa, ela é também umA escritora, uma fotógrafa e web designer. Tem participado em numerosos festivais de arte, exposições coletivas, entre outros com críticas positivas. Recentemente participou com um seu trabalho do livro "Chuva Ácida", do poeta Espanhol Francisco Muñoz Soler.